05 Mayo 2023
Hace tres meses, el Gobierno debería haber establecido el Fondo de Compensación para las Víctimas del Amianto que prescribía su ley del pasado 19 de octubre: “La puesta en marcha e inicio de actividades del Fondo (...) deberá dictarse en el plazo de tres meses desde la publicación de ésta en el BOE”. Hoy, tres meses después de incumplir la ley, los trabajadores del amianto siguen muriendo desamparados y con ingresos mermados. Ellos y sus familias, como la esposa de un albañil de Altos Hornos de Vizcaya que contrajo cáncer por lavar la ropa de trabajo contaminada de su marido, sin que sea reconocida como víctima por la Administración.
Según la Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica, el amianto se cobrará 130.000 vidas en España hasta 2050, que se sumarán a las 60.000 hasta 1991, según el Instituto Nacional de Seguridad e Higiene, o más de 200.000 para los sindicatos. Por comparar, la pandemia de Covid-19 se llevó por delante a 120.606 personas.
¿Y qué dicen en el Ministerio de Trabajo, el de la muy publicitada por eficiente ministra Yolanda Díaz? Que “están saturados”.
Siendo corresponsal en EEUU de Interviú y El Periódico de Catalunya, en 1979 informaba que la Environmental Protection Agency y la Food and Drug Administration, agencias de protección ambiental y de alimentación y medicamentos, respectivamente, alertaban que el amianto –alias asbesto, fibrocemento o uralita– era veneno: cánceres de pulmón, pleural y peritoneal y asbestosis, fibrosis pulmonar. Lo peor era su presencia en más de 3.500 productos de uso corriente y en procesos industriales. Lo menos malo, los estrictos plazos que dio la administración norteamericana para desamiantar los edificios públicos y que el país estuviera libre del peligroso mineral en 1986.
Lo de la EPA y la FDA no fue fruto de una inspiración celestial. Desde 1906 se conocían los efectos devastadores del amianto en la salud de quienes estaban en contacto con el llamado “mineral mágico” por su baratura y extraordinaria versatilidad industrial.
Los gobiernos lo sabían de sobra. Tanto que, en 1918, las pioneras –en este sentido– compañías de seguros norteamericanas dejaron de asegurar a los trabajadores del amianto. En 1934, tras estudios médicos que sumaron los cánceres de las membranas serosas a los conocidos, Gran Bretaña los incluyó entre las enfermedades profesionales indemnizables y legisló para minimizar los riesgos. EEUU esperó hasta 1946, cuando descubrió el informe secreto del macro experimento encargado en 1943 por las empresas líderes del sector: de 300 ratones de laboratorio expuestos al amianto, el 80% contrajo cáncer de pulmón en tres años.
El informe ocultado sobre los efectos catastróficos lo publicó en 1954 en el British Journal of Industrial Medecine el reconocido epidemiólogo Richard Doll, quien también relacionó el tabaco con el cáncer de pulmón. Sus conclusiones definitivas no dejaban dudas del nexo entre la manipulación del amianto con las enfermedades citadas y otras que se fueron descubriendo, como el cáncer de laringe.
En España no se diagnosticó la primera asbestosis hasta 1953. Lo hizo el doctor Luis López-Areal y sus investigaciones consiguieron calificar de enfermedades profesionales las de los trabajadores del amianto, en 1961, y del peligro ambiental que el “mineral mágico” suponía para toda la población.
El catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad de Granada, Alfredo Menéndez-Navarro, subrayó en 2013 “la batalla que presentaron los sindicatos, inspiradas en el movimiento obrero italiano” para “considerar afectados no sólo a los trabajadores sino a sus familias y los entornos laborales”, así como el trabajo de medios como, entre otros, Interviú –lo subrayo por ser inhabitual la cita–, que crearon conciencia de que el riesgo también era ambiental: “El problema ya no es un tema de las fábricas sino que sale a la calle”.
La acomodada Organización Mundial de la Salud no lo consideró cancerígeno hasta 1977. Y es que las presiones, los lobbies, las campañas de desinformación de las “amianteras” fueron tremendas: con la prohibición del “mineral mágico” se iba al traste un negocio milmillonario, presente en miles de productos: desde las cañerías a los juguetes, de los cosméticos a las pastillas de freno. En 2018, casi anteayer, la Organización de Consumidores y Usuarios denunció a la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios la presencia de amianto en un kit de maquillaje infantil de la multinacional norteamericana Claire’s, presente en toda Europa. Y aún hay numerosos países en todo el planeta donde las “amianteras” siguen haciendo su inmoral negocio: el que venga detrás, que arree.
Este país, especialista, como tantos otros, en desamparar a sus ciudadanos más vulnerables, no prohibió la utilización y comercialización del amianto hasta 2002, medio siglo después de demostrarse sus estragos y veinte años desde que lo prohibieran “los países civilizados de nuestro entorno”, como suelen decir.
Y ni aún así. El muy respetable Tribunal Superior de Castilla y León denegó en 2014 las pretensiones indemnizatorias de un obrero de Uralita de 1972 a 1982, enfermo de cáncer de pulmón, con el risible argumento de que “entonces resultaba científicamente desconocido en nuestro país (...) el alto riesgo de contraer esa enfermedad existente en puestos de trabajo como el desempeñado por el actor”. ¿No dice uno de los Principios Generales del Derecho que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento? Pues en este caso, la ignorancia científica supina del honorable TSJCYL le permitió rechazar los derechos del demandante.
Éste de la inopia ha sido un argumento recurrente de Uralita, una empresa de Juan March, “el pirata del Mediterráneo” y uno de los financiadores del golpe de Franco, que hizo su agosto con el amianto durante el desarrollismo franquista. Pero está demostrado que conocía los efectos desde que absorbió una de las primeras “amianteras” de España, la empresa Roviralta y Cía, fundada en 1907; tanto lo sabía que en 2015 cambió su nombre por el inocente Coemac (Corporación Empresarial de Materiales de Construcción), que finalmente tuvo que cerrar cuando se multiplicaron sentencias de indemnizaciones millonarias a las víctimas del amianto vivas o fallecidas, directas, indirectas y hasta vecinos. Como suele ocurrir, los empresarios se lavaron las manos, no por higiene, cerraron el chiringuito y el Gobierno tuvo que instituir ese Fondo de Compensación que no constituye.
Si eres mayor, visita la página Gestión del Amianto y asústate punteando cuántos de los más de 3.500 productos fabricados con amianto has usado. Y si no lo eres, reza o lo que tengas por costumbre hacer en caso de peligro porque tus electrodomésticos, suelos, el aislamiento de tu casa y un interminable etcétera sean posteriores a 2002, que los fabricantes hayan respetado la ley o que la inspección ad hoc los hayan detectado (en este caso, además de las oraciones y sus sustitutivos, es aconsejable quemar un palito de incienso y que sea lo que Díaz quiera).
Por aquellas fechas que les cuento, las televisiones norteamericanas repetían un vídeo científico que mostraba cómo un inocente secador de pelo expelía micropartículas de amianto que entraban en la respiración del aseado usuario. Cuando volví a España, nadie advertía de tan peligroso componente en todos los hogares ni, que yo recuerde, lo han hecho en todas estas décadas. Decidí secarme el pelo con la toalla de felpa; bastante tienen mis pulmones con aguatar el humo y las porquerías químicas adictivas de 20 cigarrillos diarios (con suerte) desde hace varias, demasiadas, décadas.
Por cierto, vivo en el barrio madrileño de Orcasitas, OrcaCity para los amigos, uno de los más verdes de Madrid, pero en cuya remodelación en los años 80 –una bellísima historia de lucha ciudadana– se utilizó una cantidad indecente del baratísimo amianto, que ahora empiezan a retirar.
Y por cierto, bis, veo que no tengo varitas de incienso en la despensa. Salgo a comprarlas.
Fuente: www.eldiario.es
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